Román
Bruno Marcos
Me acuerdo de Román, mi primer amigo minusválido. Huyendo de los malos tratos paternos él y su madre se refugiaron en un ático de mi edificio, subalquilados a una exmodelo que por allí paraba poco. El chiquillo se hizo famoso en el vecindario porque, en las largas ausencias de su madre por trabajo, él se asomaba por la ventana de forma exagerada haciendo temer por su caída.
Su madre me debió echar el ojo y decirle que se hiciera amigo mío, para que, así, estuviese algo cuidado.
El primer día de colegio yo caí de lleno en el patio, con una de esas caídas en las que te queda dolorido hasta el último centímetro del cuerpo. Al final de la mañana, al salir hacia casa, se acercó a mí y me comentó lo fuerte de la caída. Yo me sentí excesivamente observado pero recompensado en que me fuera reconocida la dureza del golpe. Desde entonces siempre estuvo por ahí hasta que nos fuimos. Él ya conocía la soledad, la tenía miedo y era capaz de romper el cristal del balcón si le encerrabas.
Un día no pudimos ir a la escuela porque, en mitad de un paso estrecho, había una barricada. Por la tarde, desde la ventana, veía a unos ir y venir detrás de una ikurriña. Pasaban de derecha a izquierda, daban la vuelta a la esquina y volvían corriendo, tirando la ikurriña y pisoteándola en la escapada. Por la noche se armó gorda. Mi hermana y yo andábamos por la terraza del edificio que estaba construida como un paseo con bancos y parasoles y, sin darnos cuenta, cayó la noche. Todo el mundo salió a los balcones y, alumbrados por la luz amarillenta de las farolas, empezaron a gritar como locos, insultos, amenazas, insultos, más insultos, como una sola voz.
Cuando ya era insoportable nos dio por bajar y nos encontramos a mi madre. Entonces decidió que nos iríamos.
Al día siguiente hubo sol. Bajé con Román a jugar con uno de los regalos excelentes que le hacía su padre para compensar y, muy contento, le dije que nos íbamos. Él se quedó helado. Yo, que aún no era sentimental, no lo entendí, sólo percibí que él se puso triste.
Me acuerdo de Román, mi primer amigo minusválido. Huyendo de los malos tratos paternos él y su madre se refugiaron en un ático de mi edificio, subalquilados a una exmodelo que por allí paraba poco. El chiquillo se hizo famoso en el vecindario porque, en las largas ausencias de su madre por trabajo, él se asomaba por la ventana de forma exagerada haciendo temer por su caída.
Su madre me debió echar el ojo y decirle que se hiciera amigo mío, para que, así, estuviese algo cuidado.
El primer día de colegio yo caí de lleno en el patio, con una de esas caídas en las que te queda dolorido hasta el último centímetro del cuerpo. Al final de la mañana, al salir hacia casa, se acercó a mí y me comentó lo fuerte de la caída. Yo me sentí excesivamente observado pero recompensado en que me fuera reconocida la dureza del golpe. Desde entonces siempre estuvo por ahí hasta que nos fuimos. Él ya conocía la soledad, la tenía miedo y era capaz de romper el cristal del balcón si le encerrabas.
Un día no pudimos ir a la escuela porque, en mitad de un paso estrecho, había una barricada. Por la tarde, desde la ventana, veía a unos ir y venir detrás de una ikurriña. Pasaban de derecha a izquierda, daban la vuelta a la esquina y volvían corriendo, tirando la ikurriña y pisoteándola en la escapada. Por la noche se armó gorda. Mi hermana y yo andábamos por la terraza del edificio que estaba construida como un paseo con bancos y parasoles y, sin darnos cuenta, cayó la noche. Todo el mundo salió a los balcones y, alumbrados por la luz amarillenta de las farolas, empezaron a gritar como locos, insultos, amenazas, insultos, más insultos, como una sola voz.
Cuando ya era insoportable nos dio por bajar y nos encontramos a mi madre. Entonces decidió que nos iríamos.
Al día siguiente hubo sol. Bajé con Román a jugar con uno de los regalos excelentes que le hacía su padre para compensar y, muy contento, le dije que nos íbamos. Él se quedó helado. Yo, que aún no era sentimental, no lo entendí, sólo percibí que él se puso triste.
3 Comments:
toda la melancolía de tu vida cifrada en las 16 últimas palabras.
400golpes de T.
Antoine Doinel
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